Normas vs. impunidad: ¿el mejor camino?

Por: Juan Carlos Cortés González

Es alta la impunidad en el país. Las cifras evidencian que más del 70% de los casos denunciados se archivan. El nivel de esclarecimiento en homicidios es próximo al 30% y aun cuando en el caso de muertes de líderes sociales se ha mejorado considerablemente, los delitos cotidianos terminan impunes, sin contar el subregistro.

La Fiscalía tiene a su haber cerca de 2 millones de actuaciones, lo que implica niveles de congestión que impiden estructuralmente el adecuado funcionamiento de la justicia, los cuales se corresponden con las debilidades del sistema acusatorio que ha alertado la propia Corte Suprema.

La reciente expedición de la ley de seguridad ciudadana genera expectativas, si bien es preciso advertir que la respuesta regulatoria no es suficiente para superar la inseguridad ciudadana. Este es un remedio que se ha convertido en recurrente y que ha dado muestras de ineficacia, pues la adopción de mayores medidas restrictivas solo produce efectos cuando la capacidad de respuesta es suficiente para imponer la autoridad.

Era necesario con todo adoptar regulaciones en cuanto a las armas menos letales, a lo cual procede la ley, así como actualizar la extinción de dominio.

Se destaca lo ordenado en cuanto a garantías para el traslado de personas en protección por parte de la policía y a la obligación de los distritos y municipios en cuanto implementar sitios especializados al efecto, así como la aplicación de tecnologías y procedimientos de control y preservación de derechos, con participación obligatoria del Ministerio Público.

En este campo, como en el de construcción y manejo de centros de reclusión territoriales, en el que se obliga la presentación de un proyecto de ley específico, es imprescindible contar con la voluntad de las alcaldías y promover una acción concertada con el gobierno nacional, pues la modernización y dignificación de las cárceles constituye prioridad dentro una estrategia integral de lucha contra la delincuencia.

La nueva ley permite la contratación territorial de servicios privados de vigilancia y la realización de alianzas público privadas para el manejo penitenciario, materias en las que deberá hacerse claridad a través de las normas reglamentarias que se adopten.

Especial mención merece la incorporación de una figura de legítima defensa llamada privilegiada, la cual se presume como causal de ausencia de responsabilidad penal. Si bien aquella ya estaba consagrada en el ordenamiento jurídico, la norma la reitera frente al rechazo que se haga al extraño que, usando maniobras o violencia, penetre o permanezca en domicilio o vehículo ocupado. En este caso se abre la posibilidad de usar fuerza letal en forma excepcional, aun cuando se señala que habrá que valorar dicha reacción contra estándares de proporcionalidad, respecto de la racionalidad de la conducta.

Aplicándose universalmente la figura de la legítima defensa, la cual demanda en todos los eventos proporcionalidad, ¿para qué establecer una modalidad diferente, que goza de presunción legal, lo que restringe de alguna manera la acción del operador judicial, y para qué abrir la puerta a interpretaciones desbordadas, en especial, respecto de una pretendida habilitación para el uso de fuerza letal?

Frente a la inseguridad sin duda, es preciso recuperar la potestad pública de prevención, investigación, juzgamiento y castigo, sin que ello comporte revivir fórmulas de reacción penal peligrosistas, que pongan en riesgo los principios del Estado Social, como tampoco que estimulen el ejercicio de justicia por propia mano, antesala de la desintegración cívica.

Corresponderá a la Corte Constitucional precisar el punto, para que la reiteración de lo esencial, disipe toda duda sobre el carácter democrático que deben tener las medidas para combatir el delito.

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